martes, 15 de marzo de 2022

Un año del reencuentro de 'argantonianos'




El poeta latino Marco Valerio Marcial decía en una de sus máximas que poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces. En ocasiones, esas remembranzas permanecen dormidas en el córtex de nuestras emociones. Las más asentadas en el tiempo se forjaron con la infancia más temprana y fueron moldeadas por las primeras experiencias conjuntas. Como destellos de estrellas situadas a años luz, vienen y van según las muescas que nos deja la vida posterior, la que aun quedaba por hacer cuando los primeros libros de lectura, los poemas ingenuos y ocultos entre sus hojas, las primeras aritméticas, los uniformes planchados…

Las mañanas de invierno olían a goma de botas de agua, al café del bar Los Lunares y a flores mojadas de los parterres de las serpenteantes escaleras. Las de verano a algarabía, a los últimos bocadillos antes de acabar el curso y a bofetadas de olor a tigre del vestuario para 'hacer gimnasia' intensificadas por la canícula. Siempre imperaba el temeroso aroma a puro. Los profesores fumaban en las clases, los alumnos a escondidas y pobre del que fuera pillado incluso en la calle: los sábados, al estudio de nueve a dos. Algunos poníamos pesetas en la vía, al otro lado del patio del recreo en horario extraescolar, y comíamos vinagrillos esperando que los trenes convirtieran en latón el metal con el que también nos comprábamos caramelos drácula, los de cubalibre o chicles cheiw. Los astilleros se divisaban desde algunas clases, siempre desde el final de la calle del colegio sin salida, y los silbatos del ferrobús, el cercanías o el tren-correo parecían marcar las horas de las clases de Sociales y Naturales, de Lengua o de Música. Habría que citar decenas de recuerdos, de peculiaridades, pero eso ya se está haciendo en otro lugar. Quiero decir en ese grupo de decenas de quienes fuimos alumnos del colegio Argantonio cuando aun nos quedaba toda una vida por delante.

El 15 de marzo de 2021, hace hoy un año, y tras la etapa más feroz de la pandemia que hemos sufrido, Javier Pastrana, del que no sabía nada desde hacía casi cuatro décadas, cuando ambos apenas teníamos catorce o quince años, me invitaba a formar parte de un grupo de whatsapp con aquellos niños y niñas que ya han recorrido un buen tramo de la mitad de su vida. Cada uno y una con las heridas que deja la vida desde que iniciábamos la adolescencia hasta que ya te queda menos para jubilarte. Reencontrarte con ellos a través de las redes sociales justifica al menos que éstas sirvan para algo. Desde entonces, no ha habido día en el que en ese grupo no haya aparecido en pantalla un buen puñado de mensajes (¡el récord está en algo más de mil en 24 horas!), intercambio de impresiones, logros compartidos en las ocupaciones laborales de cada uno, chistes (malísimos para reírnos aun más) y fotos de aquellas instalaciones del colegio que pocos años antes de llegar nosotros, fundara don José Manuel García Gómez. Nuestras pintas con el uniforme, las fotos de primera comunión con el padre Aranda, el recuerdo de don Manuel Gil de Reboleño exclamando “¡niño, bobo!” si no respondías bien en clase de Sociales, el magnetismo de la señorita Amalia, don Evaristo dando inglés o esos vestuarios donde nos cambiábamos para la Educación Física, con algunos que se dejaban las zapatillas de deporte en casa y se ponían a correr en calzonas con los gorilas puestos.

Nos vemos regularmente desde hace un año para compartir recuerdos en vivo, tomarnos cervezas, hablar de lo mal que está el mundo, que es una cosa muy de los ya viejunos, plantearnos el reto de continuar incorporando nombres al grupo, cuadrar fechas para quienes viven lejos y vengan fugazmente a Cádiz, o visitar el colegio treinta y tantos años después de la mano de su actual director, Luis García Gil, e incluso y curiosamente alguna compañera del grupo que ahora es profesora en el centro. Cada vez que nos citamos es un motivo de alegría e ilusión, algo que supongo que todo el mundo experimentará cuando se hace algo similar con gente de la infancia y juventud, porque no estoy descubriendo nada nuevo. Pero hay muchos genes propios en una generación que vivimos, con uniforme azul y gris, aprendiendo en los ‘Senda’ de lectura y con los ojos abiertos como platos, la transición hacia la democracia en la enseñanza, el olor a goma quemada en los Astilleros gaditanos luchando por su pan, lo que nos enseñaban las marionetas de ‘Barrio sésamo’ y los espinosos temas que, en el trasfondo de la serie, nos mostraba cada capítulo de Verano Azul.

En fin, posiblemente toda esta parrafada sea cosa de la edad, que no perdona, y temo que personalmente vaya a peor cuanto más transcurra el tiempo. Pero yo soy más feliz desde hace un año gracias a los compis de Argantonio.







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