viernes, 15 de julio de 2016

La Feria de la Isla


Desde pequeño siempre tuve la Feria muy presente. Conocí aquel entrañable recinto ferial en el que se transformaba el parque Almirante Laulhé cuando llegaba julio. Eran los años setenta y solo montaban caseta varias organizaciones, entre ellas la pionera Hermandad de la Misericordia. Durante años lo hizo en aquella esquina cercana a la entrada al Observatorio de Marina, y la gente se agolpaba en la puerta para ver bailar a las mujeres bajo un techo de farolillos rojos y blancos. Ya ven, farolillos de ambos colores en la feria isleña hace más de cuarenta años, desde entonces nos invadían las costumbres foráneas, según podrían alertar algunas mentes de corto recorrido...
Correteaba entre los eucaliptos del patio a la fresca de donde partían tiras de bombillas de colores y me superaba en altura una barra en la que yo ansiaba tener mi mostrador reservado en el turno de trabajo para servir cervezas, kascolas -teníamos el refresco de cola de Kas, que muchos no lo recordarán- y aquella comida con un envidiable servicio de platos y vasos de vidrio, con raciones de 'Carne del Popo' bien medidas por Perico Sánchez. Me tenía que conformar con recoger con un cajillo los cascos de los refrescos, los pinchitos y tenedores metálicos que se quedaban desperdigados por las mesas. Pero yo era el niño más feliz del mundo pensando que un día podría apuntar la comanda en las libretas que regalaba Fino Quinta y cobrar, esperando el cambio en caja que controlaba con asombrosa y efectiva parsimonia Tito Collantes. Eran tiempos de hermandad de verdad...
Enfrente nuestra se instalaba la pista de coches de choque, más allá La ola, el badén, el galeón pirata y el látigo Miguel Ángel, donde un tipo con una cámara se apostaba en una de las dos ruedas de la pista para captarte y después tratar de venderte la fotografía. El gusano loco con su toldo plagado de corazones era lo más atrevido y no precisamente por su riesgo como atracción 'peligrosa', y por algunas esquinas me infundían cierto respeto varias muñecas que simulaban ancianas detrás de unos cristales que incluso tenían un mecanismo de respiración y una de sus manos la colocaban sobre una bola blanca iluminada. Si echabas una moneda, te entregaban un papel con tu futuro. No habia 'boca de la verdad' ni gitanas con romero.
Los 'cacharros', como se les ha llamado aquí de toda la vida, eran un canto a la ingenuidad, pero la noria, por entonces y como siempre, era la que convertía aquello en una feria 'de verdad', la corona que legitimaba un recinto ferial con una parte superior en la que recuerdo una caseta llamada 'El tugurio' "que eso no es para niños, ahí no entramos".
Rememoro acompañar a mi padre siendo un adolescente para 'desmontarle' a mi abuela el patio de su casa, con mediopunto y maceteros incluidos, en un ejemplo más de atraco para 'nuestras cosas', y trasladarlo como decoración a la caseta de Misericordia ya en el siguiente emplazamiento, bajo el techo de la piscina municipal donde se escuchaban los ecos de las canciones de Juan Pardo o Isabel Pantoja. E inolvidable fue aquel año 1983 cuando Luis de Celis decidió, valientemente, trasladar la feria a la Magdalena, donde mil y una anécdotas se sucedieron montando la caseta al borde del caño de Sancti Petri, sin paseo marítimo aun construido y la marea invadiéndolo todo.
Ahora, las cosas son distintas. Mi padre hacía casi una década que no pisaba el recinto ferial, pero he logrado convencerlo para que regresara a él este año, tras hablarle de los cambios, de la mejora estética, del regreso de los farolillos y de que se diera una vuelta por la caseta de la cofradía de sus amores. Y de esta manera, coincidimos anoche. Y casi medio siglo después, aunque yo ya no de su mano ni recogiendo botellines, disfrutamos de la feria de La Isla. Con dos pelotas.
Feliz Día del Carmen. Feliz Feria.


viernes, 8 de julio de 2016

Gilmour, con la añoranza de Pink Floyd, regresa a Pompeya



La vida en Pompeya acabó arrasada cuando en el año 79, el Vesubio decidió despertar del todo. Tras nada menos que veinte siglos, Pink Floyd -en una de sus ocurrencias- decidió llevarse sus instrumentos hasta el anfiteatro de la antigua villa romana y realizar un concierto sin público. Un maravilloso ejercicio egoísta cuyo espíritu huraño lo convirtió aun en más mítico y del que se grabó una especie de película muy aclamada por los seguidores de la banda.
Cuarenta y seis años después y precisamente ayer y hoy viernes 8 de julio, David Gilmour ha regresado al mismo lugar para ofrecer dos conciertos de la gira de su último disco, 'Rattle That Lock'.
Pero junto a los temas de este trabajo, es inevitable que Gilmour interprete aquellos que, con la banda capitaneada entonces por Roger Waters, fueron filmados entre los restos arqueológicos de un lugar al que, por cierto, espero volver dentro de pocas semanas, aunque ya no esté allí Gilmour para deleitarme
Para Gilmour está siendo una experiencia emocionante, como ha declarado en estas últimas horas. Regresar a un lugar así donde tocaste hace casi medio siglo debe ser algo que, definitivamente demuestra que siempre les quedan cosas por hacer a las glorias de la música. Cuántos hechos han sucedido en cinco décadas en el mundo, pero Pompeya y Pink Floyd siguen ahí....