Quienes nos dedicamos a esto de analizar películas desde hace décadas tenemos la obligación de descifrar los códigos que encierran y hacer de puente entre ellas y los espectadores con el objetivo de que puedan tener en sus manos todas las consignas posibles para entenderlas y sacar a la luz valores o mermas que permitan ampliar valoraciones y hacerlas más justas. Eso es tarea muy complicada y hay que ver el cine con ojos más allá de los de un consumidor de películas habitual. No se es por ello mejor ni peor, simplemente ejerces con los conocimientos con los que te has forjado, con un amplio manejo del análisis, con capacidad periodística y sobre todo dedicarte toda tu vida a ver cine. Mientras otros emplean su tiempo en la noble tarea de leer de madrugada, yo veo dos películas. Mientras otros ven programas de televisión, yo me enchufo mi filmoteca. Mientras otros dedican el domingo a pasear, yo analizo una banda sonora en una cinta perdida en Filmin. Mientras otros se gastan su dinero en vacaciones, yo voy a festivales. Mientras otros pasan las tardes de invierno entre semana con un café con amigos, yo grabo todo lo que ofrece la Escuela de Cine de la UCA. Y mientras otros toman copas un sábado por la noche, yo veo «Megalópolis». No soy ni mejor ni peor, porque hay muchas cosas que puedes hacer perfectamente compatibles. Pero el cine es lo que centra tu vida. Eres distinto, lo más probable es que seas un tipo raro y ello no te confiera buena fama. A mí eso siempre me ha dado igual. Pero no quieras ni siquiera parecerte si no cumples con esa premisa.
Por eso me entra la risa floja con tanto mamarracho abriendo canales en plataformas hablando de películas (siete minutitos diciendo su ficha técnica y algunas gracietas para payasear entre frase y frase) o pontificando en los generalmente absurdos y disparatados grupos de cine en Facebook. No suelo ver esas cretinadas, pero dicen que unas cosas llamadas algoritmos deciden por ti lo que aparece ante tus ojos cuando abres estos medios infectos que son las redes sociales. Ayer me apareció un vídeo de un tipo que titulaba su pantalla de inicio sobre lo último de Coppola como «Mierdópolis». La hizo el día del estreno de la película y en 72 horas tiene doce mil visionados. ¿Es posible hacer un trabajo analítico serio sobre este filme en la misma jornada, prepararlo, montarlo, etalonarlo (sí, yo hago esas cosas, soy así de quisquilloso) y decir algo más allá de que lo último del director de «El padrino» es «un churro»? ¿Dónde puñetas queda el respeto al cine y a un director capital en la historia como es Coppola, independientemente de la calidad de su cinta? ¿Qué buscan esos doce mil sujetos que ven esas cosas?
No tengo ni la más mínima idea. Solo sé que, si no eres el feliz espectador común sino el teórico amargado dedicado a radiografiar películas, tienes la obligación de hacer algo serio si después vas de crítico y encima te quieres acreditar para los festivales a los que vas para hacerte fotitos en lugar de ver seis películas al día y no respirar cumpliendo con el cometido de informar, escribir de madrugada o montar vídeos. Que esto es jodidamente sacrificado si lo quieres hacer bien, por mucho que parezca bonito y todos quieran ser críticos.
Tampoco tengo ni idea –entramos en materia- de porqué Coppola, con una cojonuda idea de paralelizar las intrigas políticas y los egos de la civilización que nos creó con las actuales corrupciones que gobiernan en el mundo, decidió barroquizarlo todo e irse por las ramas con momentos y diálogos que ni los más asiduos consumidores de grifa son capaces de mantener. Pero «Megalópolis» tiene mucha, y difícil, miga. El poder de detener el tiempo, el mayor de todos para lograr la inmortalidad, reflejado en el personaje de César Catilina (Adam Driver); la estopa a la servil prensa actual; la seducción de los profetas modernos recibida especialmente por los primeros planos de niños astutamente colocados por Coppola; el débito hacia otras distopías como «Blade Runner» o «Joker» y técnicamente hacia el uso de su paleta de colores, o la magistral banda sonora del argentino Osvaldo Golijov, tan originariamente europeo y clásico como Miklós Rózsa del que bebe excelentemente en su «Nueva Roma» o su capacidad para narrar musicalmente la utopía discursiva de César Catilina con un enorme tema en el que cuerdas, saxos, flautines respondiendo y trompetas gimiendo juegan como solo los maestros saben situarlos en el pentagrama. También encontramos la huella de Alex North en su excelente «The Catilinarian Conspiracies» como ejemplo más diáfano.
«Megalópolis» es indigesta para el anónimo mortal que acude (aún) al cine, es un ejercicio egoísta de Coppola y por ello el espectador medio no tiene que pedir perdón. Tampoco lo tiene que hacer el director, aunque haya perdido la oportunidad de hacer la obra maestra que hoy día es más necesaria que nunca sobre la indefectible caída de una civilización llena de tarados que menosprecian a un maestro calificando sus películas como mierdas o grabando gilipolleces en un mismo día por mucho que ustedes visionen sus basuras.