martes, 26 de marzo de 2019

'Dolor y Gloria'. La autobúsqueda evolutiva del cineasta




No existe director, cineasta en toda su acepción -con permiso de Godard- que, como Pedro Almodóvar, nos haya revelado de una manera tan diáfana sus pasos evolutivos hacia la necesidad de mostrar su desazón interior a golpe de fotograma. Dosificado por películas, en un ‘tour de force’ entre el pasado y el presente introspectivo, el manchego lleva ya un buen puñado de retratos inconfesos de mayor o menor intensidad autobiográfica indagando en sus entrañas, reflejando en pantalla los resultados de la búsqueda de su ser, de sus inquietudes y de su propia transformación.
Desde aquel creador de experimentos transgresores (‘Pepi Luci Bom…’, ‘Qué hecho yo para merecer esto’) hacia una etapa intermedia de las relaciones humanas contemplado por el prisma de la tragedia griega (‘Tacones Lejanos’, ‘Volver’) hasta la crisálida surgida del proceso que ha supuesto la conversión del director en alguien que ha mudado su piel habitada para, en el camino de la absoluta madurez, encontrarse delante de él mismo, preguntarse quién es y compartir con el espectador los momentos íntimos de su vida, lo que le ha rodeado, sus inquietudes sobre la creatividad, los desencuentros por los egos, las destrucciones de elementos ajenos que nos sirven de falsas muletas en momentos de nuestra vida y el reconocimiento de que esa búsqueda de los recuerdos o esos fantasmas que repentinamente aparecen en la vida se transforman en la manera útil de redimirse ante las etapas de nuestra existencia, en las que decidimos darle respuestas terrenales a nuestras preguntas y ahora contemplamos desde la perspectiva de los años y la experiencia.
Con ‘Dolor y Gloria’, Almodóvar se coloca delante del túnel de la luz al final no porque camine hacia ello en el crespúsculo de su carrera, sino porque dicen que son esos momentos en los que te sales del cuerpo y te miras desde arriba para recordar, en cuestión de segundos, lo que has sido por ti mismo y lo que otros han hecho de ti. Al cineasta autometamorfoseado -en el merecido frontispicio del cine español, contemporáneo, universal, por este orden- ya solo le interesa ver su propia vida en el visor, compartirla de la mano de los espectadores, dándonos una butaca privilegiada para que contemplemos –incluso juzguemos- su interior, hilvanado de una manera absolutamente magistral, convertido en director de cine frágil y tremendamente sensible a la búsqueda de esa redención que hablamos anteriormente con una sucesión de personajes que aparecen gradualmente, tejiendo una historia perfectamente sincronizada, solventando la complicación del continuo traslado en el tiempo, con momentos absolutamente espectaculares desde el punto de vista escénico como el monólogo de Asier Etxeandía ante el lienzo de la pantalla en el que la frase “el cine de mi pueblo olía a pis, a jazmín y a brisa de verano” se convierte en lo que bien pudiera ser la primera frase musitada por el director en un doliente flashback, en un viaje hacia su casilla de salida personal, hacia los orígenes de un cineasta que, como aseveró Román Gubern, es un nieto de los melodramas americanos de los años 30.
En ‘Dolor y gloria’ hay tal exceso de talento que los personajes que van apareciendo apabullan hasta confundirnos a la hora de seleccionar inconscientemente con quién somos capaces de empatizar hasta más allá de la propia película. Salvador Mallo, encarnado por un inconmensurable Antonio Banderas; Alberto Crespo que busca sentido a su vida con un nuevo texto de quien quedó en el camino y ahora vuelve a aparecer en él; la madre de Salvador, Penélope Cruz, suelta y luchadora, transformada en una Julieta Serrano que en los minutos que aparece llena la pantalla con sus rosarios y su mortaja en unas secuencias en las que Almodóvar se hace  sangre a sí mismo al definirse como un mal hijo; Leonardo Sbaraglia en el reencuentro más honesto y humano de la película, que termina esa noche de la manera más real posible, y desde luego esa secuencia final que conforma un plano prolongado que cierra el círculo de la película y que no es otra cosa que la rúbrica del director, su firma en imagen, al final de una obra grandiosa, el guiño casi elegíaco de su vida que, no obstante y para nuestra fortuna, sigue abierto. Como en la propia película a pesar del golpe final de claqueta.
De justicia es también la aportación de Alberto Iglesias al universo de Almodóvar, el compositor que ha entendido y apostillado con su música el camino hacia el interior emprendido en su momento por el cineasta. En una vuelta de tuerca musical de ‘La piel que habito’ –película que preludia ‘Dolor y gloria’ en muchos aspectos-, el piano de Iglesias resulta fascinante como acompañamiento de los hechos: puerta del tiempo al coro de escolares, a las dolencias interiores del Mallo, a la adicción abierta de par en par en un ordenador, al abrupto descubrimiento del sexo. Y el silencio de una pantalla blanca rota por la mano y la sombra del cineasta con mayúsculas. “Y el cine me salvó…”.

domingo, 10 de marzo de 2019

Veinte años de la reinauguración del Real Teatro de las Cortes



El 9 de marzo de 1999 volvía a abrir sus puertas el Teatro de las Cortes tras una profunda restauración. Ayer sábado se cumplieron 20 años de este acontecimiento. 
 Las fotos que cuelgo tienen un especial sentido: la que está en blanco y negro se observa el coliseo isleño en proceso de rehabilitación y yo en él haciendo un reportaje sobre ello. En la segunda fotografía se ve a un equipo de profesionales y a un señor con los brazos cruzados que tuvo mucho que ver en que el teatro isleño fuera lo que hoy día es. Creo que es muy interesante rescatar estos párrafos del libro 'La Isla, lucha o revienta' publicado por José Carlos Fernández Moreno en 2014, en los que se detallan algunas cosas del Teatro de las Cortes isleño. Hay más -mucho más, y no sólo de este recinto- pero eso ya tienes que buscar el libro. 

"Transcurrido muy poco tiempo de mi toma de posesión como gerente de la Fundación Municipal de Cultura, Antonio Moreno y Francisco Romero me ‘atracaron’ con la habilidad que les caracterizaba para que me hiciera cargo de la gestión técnica y dirección del Teatro de las Cortes. “De forma provisional, de forma provisional…”, me insistían. Aquella provisionalidad duraría años. Años durante los que tuve sacrificados la mayoría de los fines de semana, que eran cuando tenían lugar las funciones, y, por supuesto, sin la menor mejora económica personal. Uno de los argumentos que hicieron valer fue el siguiente: “Hombre, no le vamos a dar el Teatro a Deportes o a Medio Ambiente, lo lógico es que sea llevado desde Cultura, pero –insistían- provisionalmente, hasta que esté creada su propia Fundación, dentro de unos seis meses, más o menos”. Y sí, era cierto, estaba prevista la creación de la que sería Fundación del Teatro de las Cortes, ajena totalmente a la Fundación de Cultura, es decir, con autonomía, presupuestos y personal propio. Así fue anunciado y publicado en los medios de comunicación en varias ocasiones. La Fundación Teatro de las Cortes jamás llegaría a ser una realidad; es más, creo que ni siquiera un proyecto como tal, todo lo más un pensamiento, un deseo… No tengo constancia de hasta dónde llegó inicialmente el asunto, pero de lo que sí tengo es de que aquella pretendida Fundación fue aprobada en Pleno municipal el 24 de febrero de 1999, acordándose, igualmente, que su sede estuviera ubicada en la casa número 11 de la calle General Serrano. El 4 de marzo de ese mismo año, la Diputación Provincial entró a formar parte de ella por medio de un convenio firmado por el entonces presidente, Rafael Román, y el alcalde, Antonio Moreno. Hasta ahí. Lo cierto es que, al no crearse la pretendida Fundación, fue la de Cultura la que continuó asumiendo la gestión con todas sus consecuencias, a las que había que sumar ciertas trabas que partían de algún sector propio del Ayuntamiento. No había pasado una semana desde aquella conversación cuando el interventor, Rafael Monzón, me transmitió su deseo de mantener una reunión conmigo. Para mi asombro, en el transcurso de la conversación me mostró una carpeta cuyo contenido era documentos relacionados con los gastos de apertura de la primera programación del Teatro que, inicialmente, fue encomendado, todo ello, a los responsables del Teatro Villamarta, de Jerez. La deuda era millonaria, muy millonaria. Es decir, el Teatro no sólo partía de cero, sino arrastrando un debido difícil de afrontar. El señor Monzón quiso advertirme y yo se lo agradecí. (…) El Teatro de las Cortes fue puesto en funcionamiento sin contar con su presupuesto correspondiente, ni con personal municipal, ni tan siquiera con contrato y contador de electricidad. Se puede decir que, durante alrededor de dos años, estuvo trabajando ‘con luz de obra’. Durante un tiempo se nutrió del presupuesto de Cultura que, naturalmente, se resintió y arrastró las consecuencias, que vinieron a añadirse a débitos pendientes de otras actividades, algunos desde los primeros años de la década de los noventa (…)
Algún que otro bruto repetía que “el Teatro no era rentable”. ¡No tenía porqué serlo! Se trataba y se trata de un servicio público y, por lo tanto, obligado a ofrecer calidad. Un servicio público como pueden serlo la policía, las actividades deportivas u otras obligaciones municipales, no de una empresa privada que tiene que procurar lucrarse y presentar una cuenta de resultados. Decir que la cultura no es rentable es una ‘boutade’. Sí se trataba de que costara el menos dinero posible. Como en todo.
Se trabajó para elaborar programaciones de calidad y muy variadas con el fin de devolver a La Isla la actividad teatral que había tenido hasta veinte años antes y de captar a un público que no estaba dispuesto a asistir a lo que le echaran. De ese modo, en muy tiempo, se consiguió cubrir el cupo de abonados –permitido sólo hasta el 50% del aforo- y que, además existiera una lista de espera. (...)
En el año 2001, el Teatro, encontrándose vacío, sufrió un incendio nocturno en parte de su techumbre que, afortunadamente, no pasó a mayores gracias a la rápida intervención de los bomberos. Fue un disgusto grandísimo y en pleno percance, mientras trabajaban en apagar el fuego, la entonces edil María del Carmen Gómez Baña, mostrando gran preocupación y con el rostro lívido, me comentaba: "Nos quedamos sin Teatro, nos quedamos sin Teatro..." Sobre el Teatro se puede escribir tanto que daría de sobra para un libro monográfico. Y no digo nada de las experiencias que viví en su interior…”. 
 ('La Isla, lucha o revienta'. José Carlos Fernández Moreno-2014)