El poeta latino Marco Valerio Marcial decía en una de sus
máximas que poder disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces. En
ocasiones, esas remembranzas permanecen dormidas en el córtex de nuestras emociones.
Las más asentadas en el tiempo se forjaron con la infancia más temprana y
fueron moldeadas por las primeras experiencias conjuntas. Como destellos de
estrellas situadas a años luz, vienen y van según las muescas que nos deja la
vida posterior, la que aun quedaba por hacer cuando los primeros libros de
lectura, los poemas ingenuos y ocultos entre sus hojas, las primeras aritméticas, los uniformes
planchados…
Las mañanas de invierno olían a goma de botas de agua, al
café del bar Los Lunares y a flores mojadas de los parterres de las
serpenteantes escaleras. Las de verano a algarabía, a los últimos bocadillos
antes de acabar el curso y a bofetadas de olor a tigre del vestuario para 'hacer gimnasia' intensificadas por la
canícula. Siempre imperaba el temeroso aroma a puro. Los profesores fumaban en
las clases, los alumnos a escondidas y pobre del que fuera pillado incluso en la calle: los sábados, al estudio de nueve a dos. Algunos poníamos pesetas en la vía, al
otro lado del patio del recreo en horario extraescolar, y comíamos vinagrillos
esperando que los trenes convirtieran en latón el metal con el que también nos
comprábamos caramelos drácula, los de cubalibre o chicles cheiw. Los astilleros
se divisaban desde algunas clases, siempre desde el final de la calle del colegio sin salida, y los silbatos del ferrobús, el cercanías o el tren-correo parecían
marcar las horas de las clases de Sociales y Naturales, de Lengua o de Música.
Habría que citar decenas de recuerdos, de peculiaridades, pero eso ya se está
haciendo en otro lugar. Quiero decir en ese grupo de decenas de quienes fuimos
alumnos del colegio Argantonio cuando aun nos quedaba toda una vida por
delante.
El 15 de marzo de 2021, hace hoy un año, y tras la etapa más
feroz de la pandemia que hemos sufrido, Javier Pastrana, del que no sabía nada
desde hacía casi cuatro décadas, cuando ambos apenas teníamos catorce o quince
años, me invitaba a formar parte de un grupo de whatsapp con aquellos niños y niñas
que ya han recorrido un buen tramo de la mitad de su vida. Cada uno y una con
las heridas que deja la vida desde que iniciábamos la adolescencia hasta que ya te
queda menos para jubilarte. Reencontrarte con ellos a través de las redes
sociales justifica al menos que éstas sirvan para algo. Desde entonces, no ha
habido día en el que en ese grupo no haya aparecido en pantalla un buen puñado de mensajes (¡el récord está en algo más de mil en 24 horas!), intercambio de impresiones, logros compartidos en las ocupaciones laborales de
cada uno, chistes (malísimos para reírnos aun más) y fotos de aquellas instalaciones
del colegio que pocos años antes de llegar nosotros, fundara don José Manuel
García Gómez. Nuestras pintas con el uniforme, las fotos de primera comunión
con el padre Aranda, el recuerdo de don Manuel Gil de Reboleño exclamando “¡niño,
bobo!” si no respondías bien en clase de Sociales, el magnetismo de la señorita
Amalia, don Evaristo dando inglés o esos vestuarios donde nos cambiábamos para
la Educación Física, con algunos que se dejaban las zapatillas de deporte en casa
y se ponían a correr en calzonas con los gorilas puestos.
Nos vemos regularmente desde hace un año para compartir
recuerdos en vivo, tomarnos cervezas, hablar de lo mal que está el mundo, que
es una cosa muy de los ya viejunos, plantearnos el reto de continuar
incorporando nombres al grupo, cuadrar fechas para quienes viven lejos y
vengan fugazmente a Cádiz, o visitar el colegio treinta y tantos años después
de la mano de su actual director, Luis García Gil, e incluso y curiosamente
alguna compañera del grupo que ahora es profesora en el centro. Cada vez que
nos citamos es un motivo de alegría e ilusión, algo que supongo que todo el
mundo experimentará cuando se hace algo similar con gente de la infancia y
juventud, porque no estoy descubriendo nada nuevo. Pero hay muchos genes
propios en una generación que vivimos, con uniforme azul y gris, aprendiendo en
los ‘Senda’ de lectura y con los ojos abiertos como platos, la transición hacia
la democracia en la enseñanza, el olor a goma quemada en los Astilleros
gaditanos luchando por su pan, lo que nos enseñaban las marionetas de ‘Barrio
sésamo’ y los espinosos temas que, en el trasfondo de la serie, nos mostraba
cada capítulo de Verano Azul.
En fin, posiblemente toda esta parrafada sea cosa de la
edad, que no perdona, y temo que personalmente vaya a peor cuanto más transcurra
el tiempo. Pero yo soy más feliz desde hace un año gracias a los compis de
Argantonio.