martes, 10 de julio de 2012

La Feria

Creo que soy un extremista de las ferias. No es que las defienda a capa y espada. El hecho es que me agrada visitarlas 'en sus extremos', es decir, antes y después. Anoche, cuando aún quedaban 48 horas para que el recinto ferial isleño comenzara a recibir visitantes, me acerqué para visitar las calles de las casetas y de las atracciones. La noche en la que la Magdalena pierda su trasiego hasta el año próximo, también pasearé para presenciar el desmontaje.

Me resulta muy atractivo vivir durante dos horas el recinto ferial dormido esperando el gran día. En las casetas que aún instalan los valientes, dada la crisis actual, se observa entre penumbras a gente trabajando, pintando planchas de madera, abriendo farolillos,... los focos de los coches iluminan las lonas que impiden el paso y los rayos halógenos se cuelan dejando entrever a conocidos cofrades, jóvenes y no tanto, que continúan trabajando al anochecer impulsados no sólo por el cariño a sus hermandades: hay camaradería, compañerismo,... se hace hermandad también. Yo viví esas experiencias durante nada menos que décadas. Ahora no es lo mismo (yo qué voy a decir...), pero la esencia sigue ahí.

Cuando la feria toca a su fin, mejor me traslado a la calle del infierno. Ver el desmontaje de las casetas me apena. Es como desmontar un belén o incluso un altar de cultos. En la zona de atracciones vives una mecánica, curiosa y ordenada descomposición de esos monstruos metálicos tan lejanos del Gusano Loco, La ola o El badén en los que me montaba de pequeño en el Parque Almirante Laulhé, cuando la feria apenas la conformaban una quincena de cacharros y las casetas eran media docena, entre ellas siempre la de la Hermandad de la Misericordia, la primera que se instaló en el real, a la que corresponde la fotografía de este texto (1973).

Anoche presencié algunos detalles preocupantes, entre ellos el cartel que reproduzco al final del texto. Terrenos vacíos sin casetas o una entrada más propia de unas Fallas cutres para quemar ninots que de una de las ferias que en su día fue santo y seña de la Bahía de Cádiz. Quedan horas para que se encienda el alumbrado y confío en que la imagen no deje en evidencia, una vez más, la actual situación de La Isla, azotada por la crisis que envuelve a todos y por la mediocridad que padece a título particular.

Verás cómo sí, como una vez se enciendan las luces, las hermandades comiencen a crear ambiente en las casetas (qué sería de la feria sin las cofradías) y las familias hagan un esfuerzo, disfrutamos de lo lindo. Aunque no nos hayan pagado a principios de julio en el plan a proveedores, aunque no tengamos un duro en el bolsillo, estoy convencido que pasear por el real nos traerá recuerdos de aquella feria isleña que tan grato recuerdo dejó en mí, aquella en la que recogía botellines del suelo con siete años en la caseta de mi hermandad; en la que, en una travesura insconsciente de niño, con cinco años, pedí dinero por sus calles para montarme en el tíovivo hasta que mis padres se dieron cuenta; en la que siempre se hacía de pescador en unos patos de color pollo; a la que íbamos 'los niños de la Misericordia' para disfrutar todos juntos hasta que nos convertirmos en camareros de su barra agotados por tantos visitantes, por mucho que nuestra juventud nos sirviera para aguantar. A pasarlo bien.


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