En los tiempos que corren, lo mejor que te puede ocurrir
cuando te sientas en una sala de cine es que la película te provoque
sensaciones, altere tus sentidos y los saque de su estado habitual para
causarte risa, llanto, anhelo, miedo, ofuscación…
Es lo que una película debe causar desde que el cine es
cine. Pero los tiempos son tan planos, lo que vemos está tan a falto de
sustancia, que cuando algo que ves te agita el interior, debemos mostrarnos
agradecidos porque el producto haya cumplido su misión. Aunque tenga sus
defectos, aunque no sea redondo, aunque las costuras en ocasiones dejen ver
algún deshilachado o no sea un modelo griego de diez.
Eso es justamente lo que sucede con La vida de Chuck. Y eso, ya, la hace distinta, atrayente y sobre
todo la convierte en una flecha dirigida al corazón, emponzoñada en su punta
por una fórmula con elementos de alquimia muy potentes: un poco de Frank Capra
y las esperanzas y amarguras de Qué bello
es vivir; los musicales que nos avivaron el alma convirtiendo las calles en
improvisados escenarios de inesperados bailes: Cantando bajo la lluvia, West
Side Story, incluso La La Land o Grease. O un poco de matemáticas
cuánticas y retazos de metafísica que han irrumpido en el cine con Christopher
Nolan o el existencialismo de Kubrick plasmado en 2001 una odisea del espacio.
Todo eso, agitado y quizá en ocasiones eso sí, revuelto, es La vida de Chuck que, además, pertenece
a un universo muy particular y complicado de trasladar a la pantalla como es el
de Stephen King, muy dado a conceptos, ideas plasmadas en destellos cuando de
escribir sobre lo fantástico se trata. El
resplandor y su sentido, que Kubrick no logró trasladar correctamente en su
película, o en este caso el concepto de «todo lo que habita en mi mente que
constituye mi universo, que es el mundo en sí con millones de universos»
reflejado en la vida de Chuck y basándose todo realmente en la frase del poema Canto a mí mismo de Walt Whitman.
Para entender esta película hay que despojarse de la
racionalidad de los conceptos del espacio-tiempo por mucho que la película
transite por varios raíles y uno de ellos sean las matemáticas aplicadas a la
evolución. En este caso, al ocaso de un hombre anónimo, Charles Krantz. La vida de Chuck es un viaje al revés de
un personaje metafórico presentado en pantalla como un hombre famoso, quizá un
hombre de negocios, del que todos van sabiendo que se está muriendo con tan sólo
39 años pero a la vez el mundo desaparece: maremotos en California, la
electricidad e internet dejan de funcionar y, en una de las secuencias más
impresionantes de la película, las estrellas del cielo van apagándose una a una
ante quienes van asumiendo que es el fin del mundo porque muere Chuck.
Aquí termina el primero de los tres actos de la película
que, en los dos restantes y en sentido regresivo, nos contará ese momento en el
que Chuck, convertido en un ejecutivo, rompe los moldes de un estirado
enchaquetado que corre de un lado a otro por las calles porque se detiene ante
una chica que se gana la vida tocando la batería. Suelta la maleta, se gira al
compás, la chica empieza a cambiar los ritmos, ambos se acompasan, Chuck baila
mientras la gente se agolpa y llama a una joven para que baile con él, una
joven que minutos antes la ha dejado su novio por whatsapp, anda desesperada y
se encuentra bailando con un desconocido que la dota de felicidad, de
comprensión y de receptora de nuevos horizontes. Chuck es un monolito de
Kubrick que en el primer acto irrumpe en el universo para ambos marcar el
destino de la humanidad, Chuck es un monolito de Kubrick en el segundo acto
cuando dota de dones y capacidades a seres que ven la luz y la vida cobra
sentido porque fue creada para ese momento y Chuck es un monolito de Kubrick
cuando en el tercer acto de la película descubre lo que descubre en aquel
cuarto alto de la casa de sus abuelos y que resuelve todo lo ocurrido y lleva
al protagonista a otra dimensión, a otro concepto de existencia viviendo conteniendo
muchísimas cosas. «Dios mío, está lleno de estrellas… está lleno de cosas».
No os asusteis. La
vida de Chuck no es una película metafísica ni surrealista. Es un original
en su forma y profundo en contenido canto a la vida en tiempos en los que,
además de cine, son necesarios motivos para vivir. Es una mirada interior a través
de un personaje que es un niño con sus ilusiones y sus traumas, que es un
adulto que necesita volver bailar porque eso le une a los recuerdos y a ser más
querido, y que es la razón de ser de la humanidad porque en él se condensan los
millones de universos de todos nosotros. Es una bellísima película con, eso sí,
alguna irregularidad que otra en su tiempo narrativo, algún choque abrupto que
sufre el espectador que al estar metido en lo trascendente se ve de repente
envuelto por premisas adolescentes intrascendentes en las que se recrea mucho
(demasiado baile con la chica mayor que él, demasiado protagonismo de la
profesora de baile y algunos otros detalles) pero que nos hace sentir millones
de sensaciones y de contradicciones en un nuevo ejemplo de cine solvente
dirigido por Mike Flanagan, que ya demostró su buen hacer con Doctor sueño, que
ha sido elogiado por Stephen King o William Friedkin y que ha pasado del terror
de sus películas al existencialismo con grandes dosis de esperanza contenidos
en La vida de chuck.
Videocrítica disponible, como siempre, en #UltimoEstreno a través de este enlace: https://youtu.be/ISo-LvB7wkc