Hace poco comencé a leer «Yo, comandante de Auschwitz». Se trata del libro que compendia los textos
que Rudolf Höss, máxima autoridad del campo de exterminio nazi, escribió en la
cárcel mientras aguardaba la sentencia que lo condenó a la horca en el mismo
lugar donde permitió las atrocidades más ominosas que haya podido sufrir el ser
humano.
El libro fue reeditado en 2022 por Arzalia E. La primera vez
que se publicó fue en 1959, y desde entonces ha tenido numerosas ediciones en
el mundo y varias en España de firmas tan importantes como Ediciones B. No es
hasta bien entrada la lectura del libro cuando el lector encuentra lo que
realmente busca. Es mi primer juicio de valor plasmado en este texto. Dado
el carácter autobiográfico de la obra de Höss, su exposición a lo largo de un
buen número de páginas desde su inicio solo sirve para ubicar los orígenes del personaje
y conocer muchos de sus devaneos, una gran parte de ellos prototipo del joven
alemán imbuido del espíritu bélico de las primeras décadas del siglo XX, en un
contexto que hoy nos resulta incomprensible. Cuando a partir del Anexo I
comienzan a revelarse los detalles de la «solución final del problema judío en
Auschwitz» como así se titula el capítulo, el libro se transforma en un
vehículo de horror, de muy difícil ingesta. Se trata del testimonio, en primera
persona, de un ser abyecto que cuenta con todo lujo de detalles las decisiones
que se van adoptando para borrar del mapa cualquier vestigio de la raza judía
sobre la tierra. «Eichmann me explicó que
se emplearía el método del gas letal. Sería prácticamente imposible eliminar a
las multitudes esperadas por fusilamiento. Si se tenía en cuenta la cantidad de
mujeres y niños, este método sería demasiado pesado para los SS que lo
aplicaran». Con esta pasmosa frialdad,
Höss da inicio a una sucesión de monstruosidades solo aptas para el lector preparado.
La polémica sobre la publicación de «El odio», el libro en
el que Luisgé Martín profundiza en la mente de José Bretón como asesino de sus
dos hijos, me ha trasladado directamente
a «Yo, comandante de Auschwitz». Obviamente no he/hemos leído el libro de
Anagrama, pero ambos coinciden conceptualmente en su génesis si atendemos el
razonamiento que Luisgé Martín está haciendo valer en estas semanas de exposición
de motivos de su nueva obra. «A menudo se
dice que el amor, el poder y el dinero —en ese o en otro orden— mueven el
mundo. Pero yo me inclino a pensar que es más frecuentemente el odio quien lo
hace. Es el que exige menos constancia, el que puede cambiar el rumbo de la
vida con un solo acto».
El odio a los judíos. El odio a su mujer. Höss y Bretón son
dos caras de una misma moneda cuyos dispares contextos no son sino la
justificación para que aflore la vileza humana. Incluso en ambos casos se dan
macabras coincidencias metodológicas, como el uso de la cremación para borrar
lo perpetrado.
Me pregunto si la inclusión del prólogo de Primo Levy en
«Yo, comandante de Auschwitz» se utilizó en su momento para equilibrar y justificar la publicación de la obra de un hombre diabólico. Levy, superviviente del holocausto, preludia un
contenido que se viene difundiendo sin cortapisa alguna desde hace más de
sesenta años a pesar de su crudeza, sin obstáculos en nombre de la ética sino
más bien al contrario, incorporándole a su valor testimonial de primera línea
la condición que poseen los libros ejemplarizantes que evitan que la especie
humana pierda la memoria que ayude a mantenerla en el camino de la ética que
debe regir sus comportamientos. Me resulta impensable que las barbaridades de Höss se hubieran
quedado en los cajones de miles de documentos judiciales como prueba irrefutable
de las atrocidades cometidas excusándose en la analogía entre publicar y hacer
apología del crimen más allá de emplear otros argumentos poco sostenibles como
la crudeza de lo narrado.
Es posible que Luisgé Martín haya equivocado la metodología
para gestar «El odio», especialmente en lo concerniente a obviar a Ruth Ortiz a
la hora de ir de la mano –o al menos darle conocimiento- de su propósito de
exponer las conclusiones de más de tres años en la mente del asesino. Quizá lo
haya hecho sabiendo que la exmujer de Bretón jamás consentiría la publicación
del libro, por lo que el escritor se ha decantado por ningunearla y emprender
una huida hacia adelante esperando salir victorioso del impacto que, como
estamos viendo, supone obviar una parte esencial en lo ocurrido. La pregunta es
hasta qué punto la actitud del escritor es suficientemente grave como para impedir
la publicación de su obra o si realmente es un formalismo erróneamente no llevado
a cabo, un gesto indecoroso pero nunca inmoral. Si «El odio» va a ser una obra
incompleta como ya se está calificando al no contar con los testimonios de la
madre de los niños asesinados, cabe preguntarse también si ello no debe formar
parte de la valoración de su lectura en lugar de utilizarse como motivo para prohibir
su difusión, si es el lector el que debe considerar que la obra adolece de
contenido. Pero para ello, lógicamente, debe tener opción (y derecho) a su lectura. Al
utilizar este argumentario en contra del libro, estamos también obviando la
posibilidad de que Luisgé Martín haya concebido un sicoanálisis literario centrado
exclusivamente en el elemento perturbador para conocer en profundidad el origen
más recóndito del odio encarnado por Bretón. Incluso puede que como lector no
nos interesen los testimonios de terceros a semejanza de un texto documentalístico,
expositor de unos hechos que ya hemos visto por activa y pasiva, sino el
complejo, desasosegador y peligroso camino que nos enfrenta cara a cara a un
solo individuo. Al odio personificado. En este caso, ni siquiera en primera
persona, como ocurría con Rudolf Höss, lo que hubiera dotado de razones de mayor
peso a los partidarios de impedir la distribución del libro al contemplarse la
posibilidad de entenderse desde un intento de expiación del criminal hasta la
apología de sus execrables actos. Pero recordemos que no está escrito por Bretón,
como tampoco los contenidos de los libros se difunden por nuestros hogares como
programas basura gratuitos para el espectador y de fácil acceso a través de la
televisión. Quien no quiere leer un libro, no solo no lo lee, sino que
previamente no acude a la librería en lugar del sofá frente al televisor, no
gasta dinero en él ni emplea semanas o meses en leerlo.
Lo que resulta obvio es que la decisión de permitir publicar
o censurar (es la palabra adecuada, sin paños calientes) «El odio» de Luisgé Martín
va a convertirse en un precedente de gran relevancia para la libertad de
expresión en este país, en tiempos oscuros para la ética pero aún de mayor
fragilidad para las libertades. No olvidemos que la ética nace de una
decisión personal que no puede ser impuesta por nadie y la libertad es el
principal valor para mantener una sociedad igualitaria y justa.