miércoles, 10 de diciembre de 2025

Todo pasa por algo


A Dios le gustan los puzzles. Tanto que los emplea mucho más que para jugar. Lo que ocurre es que sus tiempos son distintos a los nuestros. Ni siquiera sigue los cánones establecidos a la hora de conformar las piezas. Primero el marco, después agruparlos por colores, según las similitudes de los trazos… A las pautas que no llegamos a comprender se suma el limitado entendimiento de su plan divino, que es como la imagen desplegada que nos guía y sobre la que, extendida, vamos situando cada tesela en su lugar. El Plan de Dios no viene marcado por la racionalidad de una imagen, sino por lo ininteligible de una fe intangible. De manera que no solo no llegamos a comprender la ilógica de cada movimiento del troquel, sino que ni siquiera alcanzamos a contemplar en su conjunto la gran obra prevista para el final.

Obviamente, esto nos sorprende, nos desubica en nuestro orden racional de las cosas y nos desazona e, incluso en último término, nos enfada. Por eso no alcanzamos a entender que muchos errores humanos también formen parte del rompecabezas. Incluso algunos se convierten en cuadernas maestras que aparecen sin aparente sentido mientras dedicamos nuestra vida a colocar las varengas según nos marca la quilla del pensamiento razonable. Pero Dios hace sus eternos barcos de la misma manera que caminó sobre las aguas en las que los hombres ponen sus pasajeros bajeles a navegar.

Decir que el sufrimiento forma parte del plan de Dios porque emana directamente de Él mismo como causalidad es injusto, porque es el propio hombre-mujer quien, en la libertad de Sus hijos tal como San Pablo preconizara, posee plena capacidad para no sufrir el yugo de la esclavitud, que no es estar preconcebido para que las piezas se ubiquen anárquicamente, sino la de la predisposición –y elección- de un hijo hacia las enseñanzas del padre, aún no alcanzando a comprender el significado de sus palabras.

Disquisiciones particulares aparte, yo me imagino a Dios, en mi también errónea conversión de lo divino en lo humano para tratar de comprenderlo, montando su puzzle preferido en San Gil, el que muestra a Su Madre en la plenitud de las piezas entendidas y las que no. Y los hombres equivocándose en su libertad. Y los hombres subsanando los errores consustanciales a ellos. Y la culminación del plan de Dios en el inicio de la Resolana. El plan que nos concede el privilegio de contemplar a la Macarena como nadie lo ha hecho en casi cuatro siglos. Porque como ha afirmado Pedro Manzano, «creo que la imagen que tenemos actualmente de la Macarena es la Macarena». Yo así también lo creo como creo que Sevilla ya tiene la confirmación más evidente, si es que la necesitaba, de que su restaurador (y el de tantos ejemplos del patrimonio devocional e imaginero más rico de Andalucía) debe ser el próximo Hijo Adoptivo de la Ciudad.



Frente a la Esperanza Macarena, en esos instantes que en estos días se nos concede para contemplarla de cerca, y a pesar de lo fugaz del inenarrable momento, imaginas la película de la historia pasando a velocidad inabarcable desde que ya en el siglo XIX comenzaran las intervenciones de conservación que, junto con el indefectible paso del tiempo, han esculpido una imagen de la Señora con su esencia inalterable –a excepción de los últimos seis meses- pero gubiada por los avatares. Y en el epílogo de las oraciones aparece, en su esplendor, la imagen que nos devuelve a las pioneras y añejas fotografías y grabados como testigos de su verdadero rostro. Y la última súplica debe estar dedicada hacia los mejores deseos y gratitud para quienes nos han permitido la gracia de contemplar, de hijo a Madre, la Macarena que tantas generaciones no han podido ver en su pureza original.

Y por esto, precisamente por esto, y aunque no lo entendamos, todo pasa por algo.





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