viernes, 18 de agosto de 2023

Torregorda



A mediados de los años ochenta, mi vida cambió al trasladarme a vivir desde Cádiz a San Fernando. Mi relación con La Isla era obviamente estrecha desde mi nacimiento, pero yo era feliz en el número 1 de la calle General García Escámez, yendo al Cine Gaditano y en verano al Cine España, cuya enorme pantalla se veía desde la azotea del edificio de siete plantas donde crecí hasta convertirme en un adolescente. Por entonces aún ni siquiera contaba con la mayoría de edad y el cambio escénico fue abrupto, hace unos días lo comentaba con mis compañeros de clase de entonces del colegio Argantonio en una cena que celebramos para recordar viejos tiempos.

Cambié las playas capitalinas de mi entorno -Santa María, La Victoria, algunos escarceos por La Caleta- por el litoral donde disfrutaban mis amigos de San Fernando con los que yo compartía muchas cosas aunque no los baños playeros. Por entonces, Camposoto continuaba militarizada, por lo que la playa que los isleños tenían más cercana era Torregorda, amén de la pequeña franja interior de la Casería que, a decir verdad, no recuerdo a nadie que fuera allí. La costa abierta al mar, la arena fina y dorada que ofrecía la franja entre El Chato y Torregorda era inigualable como paraje natural para tanta gente que se subía al autobús de línea que conecta San Fernando con la capital y que tenía establecidas unas peligrosísimas paradas en la autovía, en una época sin puentes sobre este vial y que obligaba a los grupos que se bajaban del vehículo a cruzar insensatamente por la carretera para acceder a la playa. Se repetía en Torregorda, a la altura del Ventorrillo de El Chato y al inicio de Cortadura. Hoy es algo impensable, pero era así. Quienes lo vivieron pueden corroborarlo.

Mi playa desde entonces fue la de Torregorda. Era la preferida por muchos isleños no sólo por la calidad del litoral, sino porque todo el mundo tenía algún familiar en la Marina y era el lugar de encuentro de los militares para echar el día, tomarse cervezas a cinco duros el botellín y las familias comer hamburguesas, pinchitos o chocos fritos a 30, 40, 60 pesetas... y unos riquísimos dulces y bollos con café a media tarde por precios irrisorios.

Torregorda tenía un paseo marítimo construido años atrás para el disfrute de las familias castrenses, que para acceder a las instalaciones debían identificarse con unas tarjetas personales con nombres, apellidos y la foto de cada cual. Diariamente se mostraba esta identificación a los marineros de acceso al polígono y, tras un prolongado pasillo al aire libre rodeado de plantas trepadoras que daban cierta sombra, llegabas a la zona de arena y a la izquierda accedías por una rampa al balneario que comenzaba con las duchas, vestuarios y, tras otra sinuosa curva, hallabas un amplio lugar con numerosas mesas y sillas metálicas, banderolas que reproducían la señalética militar, salvavidas y otros elementos propios de la Armada a modo de decoración en sus blancas paredes. Una interminable barra de mampostería estaba repleta de marineros que hacían las veces de camareros, imagino que serían los destinados allá en su servicio militar y algún que otro profesional, entre ellos creo que un sargento primero que era el que organizaba el cotarro. A la derecha se encontraba la balaustrada que se convertía en privilegiada atalaya desde donde se podía ver la playa a pie mismo del paseo, el mar y si el celaje lo permitía, Cortadura y un Cádiz dibujado que yo echaba de menos.

Torregorda era un hervidero de bañistas. No sólo iban militares, puesto que para acceder a la playa por la arena no era necesario entrar por el polígono militar, podías venir caminando desde Santibáñez o simplemente andar rodeando el muro de vigilancia del polígono viniendo desde la explanada donde muchos aparcaban el coche o acababas de bajarte del autobús. Marineros armados desde las torretas perimetrales contemplaban aquel devenir cotidiano de cientos de personas en verano, pero no podían hacer nada y los tiempos también estaban cambiando de manera palpable. Las instalaciones eran militares, efectivamente, pero la arena y el mar no eran del Ministerio de Defensa. Hubo un tiempo en el que también dispusieron 'pelones' en la rampa de acceso al balneario a modo de segundo control pidiendo la tarjeta de identificación, ahí ya era complicado colarse en un lugar que, a pesar de su amplitud, siempre estaba lleno y existía la fea costumbre de familias y amigos de pillar las mesas desde temprano -hablamos de las diez u once de la mañana- dejando las toallas y pertenencias y no regresar hasta la hora de la comida. Había saturación de visitantes, aquello tenía una impresionante vida y los camareros temían las horas punta ante la cantidad de gente apostada en la barra pidiendo de todo.

La Marina habilitaba diariamente, durante julio y agosto, un servicio de autobuses que trasladaba a los bañistas desde San Fernando a Torregorda y viceversa. El primero empezaba ¡a las nueve y media de la mañana! y el último al que podías subirte para regresar a La Isla era a las tres de la tarde. Para utilizar este autobús también hacía falta otra tarjeta de identificación con los mismos datos que en la de la playa. Si no, imagínense a todo el mundo subiéndose a los vetustos autocares grises de la Armada... Yo jamás tuve un familiar militar, pero durante aquellos años disfruté de estos carnés que me posibilitaban usar el autobús y entrar en la playa. En mi grupo siempre había amigos que sí tenían padres, abuelos, tíos que ejercían en la Armada y por arte de magia nos convertíamos en hijos suyos o familiares cercanos, cambiándonos nuestros apellidos por los suyos, de manera que nos transformábamos en hermanos o primos de nuestros colegas. Yo llegué a llamarme José Carlos Mengíbar Vázquez gracias a mi querido amigo Enrique Mengíbar o José Carlos Calle Corrales verbi gratia a la mediación del bueno de mi también amigo Miguel Ángel Calle. En otras ocasiones pude colar mi nombre, por ejemplo en 1986, cuyo carné del autobús que nos llevaba a la playa aún conservo como se puede ver en la imagen, aunque mi fotografía se ha quedado por el largo camino.



Y así pasaron los veranos de disfrute de aquella segunda mitad de los ochenta y primeros años de los noventa, entre autobuses madrugadores para jugar al fútbol desde tempranas horas, libros de recuperación de BUP Y COU que releía una y otra vez en alguna mesa de aquel peculiar paseo marítimo y alguna que otra curiosa mirada lanzada a la zona donde finalizaba la barra, en la que tras unos biombos se podían adivinar unos reservados para almorzar atendidos por camareros específicos y de 'mayor prestancia' y en cuyos accesos se leía en placas metálicas los altos cargos de la Armada que tenían allí sus particulares chiringuitos cuando iban a la playa con sus familias. Almirantes, capitanes de navío y otros militares de alto copete que sabíamos que iban a venir o estaban ya allí cuando la vigilancia se acentuaba e incluso no te dejaban pasar y tenías que llegar al otro lado del paseo por la arena.

El caso es que hacía años que no visitaba de nuevo la zona de Torregorda y me decidí a ello hace unos días en este agosto de 2023. Desconocía que no sólo ha desaparecido la actividad en el paseo marítimo que permaneció tapiado tras el cese de ventas en 2009 "por falta de financiación por la crisis" (ver documento anexo), sino que ha sido demolido en su totalidad, por lo que desde hace algunos acá lo que puede verse es el muro perimetral del polígono de cara al mar, que durante años del paseo, hacía las veces de prolongada pared del comedor con las mesas y la barra. Algo de vegetación, algunos restos de lo que fue aquella construcción que aún se encuentran sobre la arena y el vacío absoluto de aquellos veranos tan concurridos. Soy tan fetichista que quise llevarme el fragmento de baldosa que se ve en la foto, pero en ese momento no tenía donde meterlo. el Próximo día me lo traeré. ¿Cuánta gente lo habrá pisado?



Ahora, apenas algunas familias o parejas aisladas que disfrutan de la tranquilidad de un lugar extraordinario y que, como ya alerté en mi artículo escrito hace nada menos que trece años, no está siendo objeto del aprovechamiento que puede tener de cara a la ciudadanía, y especialmente al turismo. A mediados de los años 2000 recuerdo una conversación con la entonces alcaldesa de Cádiz, Teófila Martínez, en la que me reveló la inquietud del Ayuntamiento gaditano por rescatar aquella zona y proyectar una iniciativa sostenible que convirtiera Torregorda en un lugar estratégico para el turismo amigo de las zonas costeras no urbanas. No olvidemos que Torregorda se encuentra en el término municipal capitalino, a pesar de la histórica presencia de isleños en este enclave. De aquello nunca se supo más nada aunque creo recordar que lo publiqué en Cádiz Información como noticia.

Al regresar y ver el paseo marítimo demolido, la zona de duchas y vestuarios cuando se entraba por la verja metálica -ahora condenada- que puede observarse en las fotos que hice el otro día y la belleza de la franja costera de Torregorda, a pesar de que un muro de piedras prohíbe continuar el paseo más allá por ser zona de tiro, no he podido evitar volver a sentir una sensación desasosegadora. No me invade por el hecho de tener nostalgia sobre el dominio militar de la zona, ni mucho menos, ni tampoco me reitero en algo que ya he dicho sobre sus posibilidades de desarrollo. Supongo que mi desazón viene motivada por contemplar lugares y paisajes que formaron parte de mi adolescencia que ya no tienen el cometido de antaño. Para ser más exactos, por ver sitios que te apabullan de recuerdos en tu cabeza de una época concreta de tu vida. Aquella no era mi playa cuando la pisé por vez primera, pero terminó por serlo y así lo acepté gustosamente durante una etapa importante de mi juventud. 



La vida es un puzzle de vivencias que vamos encajando gracias a los recuerdos. Cuando son gratos, permanecen en nuestra memoria y los unimos con la argamasa que nos brindan las cosas y situaciones que deseamos persistan lo menos alteradas posible. Llevas ya recorridas tres cuartas partes de tu vida y, si miras hacia atrás, sientes pánico al intuir que el paisaje y el paisanaje se han podido volver irreconocibles. Porque cada vez que algo que ha conformado tu ser lo ubicaste en el sitio que le correspondía pero han venido posteriormente a alterarlo sin que ni siquiera hayan sido conscientes, la memoria sufre un daño irreparable. Y el tiempo es un inexorable y un jodido transformador de las cosas.

He consultado documentación para comprobar que fue en 2017 cuando se licitaron las obras de demolición del paseo marítimo de Torregorda. Tuvo un presupuesto de 30.000 euros y se destinaron diez días para ello. La torre, declarada Bien de Interés Cultural (BIC, ojo a esta circunstancia), construida en 1932 sobre los restos de la original que se retrotraía al siglo XVIII, sigue allí, como instalación militar que es, porque el polígono continúa en activo. 



También el muro al lado de la verja metálica cerrada, en esa pared nos poníamos los chavales mientras, en ocasiones y sobre nuestras cabezas, surgía un ruido ensordecedor continuo como si el gas de una botella de refresco estuviera saliendo constantemente. Curioseábamos sólo un poco tras la empalizada y veíamos un misil preparado para ser lanzado al mar cuando alguien lo considerase oportuno y diera la orden.

O tempora, o mores. 


Y mientras, 'La Leona' sigue ahí, imperturbable, esperando que volvamos a ella cuando baje la marea..





Torregorda, en 2009, último año de actividad del paseo marítimo.

Autoría de todas las fotos: JCFM


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