Quien me conoce sabe que no soy nada partidario de las procesiones extraordinarias. Para ser más exactos, quien me pregunta, porque hace ya tiempo decidí no exponer públicamente mis opiniones sobre asuntos relacionados con las hermandades y cofradías. No se trata de un ejercicio de contenida frustración, ni mucho menos de despecho hacia un mundo al que pertenezco desde que nací. Llegó un día en el que me convencí de que se trata de un orbe que necesita refundarse en muchos aspectos, mirarse al espejo para preguntarse si no sería necesario volver a sus orígenes basados en una evangelización a través de señas de identidad que deberían ser innatas: la simbología y la semiología bien empleadas, el anonimato penitencial potenciado por la discrección individual sin que ello conlleve sectarismo, o un profundo sentido cristiano que, entre muchas cosas, supone interpretar las cosas según los principios de Jesús. Es decir, amando al prójimo y sus planteamientos, que no es otra cosa que respetarlos y entroncarlos con los tuyos, y viendo con ojos de misericordia lo que procede de él. Como Dios dijo hermanos pero no primos, el debate de todo es lícito y necesario. Pero da la impresión de que el mundo cofrade entró hace ya tiempo en la espiral de la mala baba, de la predilección por la polémica que supera el espectro convivencial y fraternal de sus componentes para convertirlo en pugnas mundanas parecidas a las que mantienen entidades de otra naturaleza. Con la diferencia de que los miembros de asociaciones, peñas y otros grupos sociales laicos no se suben a los ambones de las iglesias a proclamar la Palabra de Dios en las lecturas ni a decirles a los demás lo que deben hacer con sus vidas para alcanzar el paraíso. De ahí que no debamos considerar con tanta ligereza que los enfrentamientos cofrades deben juzgarse como res humanae y utilizarlo como excusa para actitudes corporativas e individuales inaceptables en una fraternidad.
Hablaba sobre las procesiones en fechas inhabituales. Son un ejemplo, aunque con una repercusión lógicamente mayor, de la saturación de actividades cofrades de dudosa necesidad. Pero lo acontecido en Roma el 17 de mayo de 2025 no es un cortejo extraordinario más, sino una encomienda del Papa Francisco enmarcada en un acto ecuménico de gran trascendencia como es un Jubileo que cada 25 años convoca nuestra Iglesia. El pasado diciembre nos quedamos con aquella elocuente definición que el fallecido pontífice hizo de los cofrades, a los que llamó «chiflados de amor por Dios». Pero sus palabras fueron más allá, afirmando que «el Señor nos propone cargar sobre nuestros hombros al hermano que encontramos postrado en el camino» en su sentido más amplio de la expresión. Desde el necesitado hasta a quien, bajo una misma advocación de fe, difiere de nuestros planteamientos.
Francisco ha muerto, llega León XIV e la nave va. Y con ella, el jubileo que auspició el Santo Padre argentino. Y a ese profundo pálpito, las hermandades han sido llamadas no a participar, sino a ser un brazo fuerte de su cuerpo a través de la particular manera evangelizadora que significa acercar a Dios a la gente mediante la representación plástica del sufrimiento de su Hijo. No a través de una «puesta en escena», término muy utilizado últimamente, no mediante el «disfrute», sino del «sentir». No como invitados, sino como habitantes de la casa de Dios, anfitriones en este caso de quienes han peregrinado a Roma o de los oriundos de la Ciudad Eterna.
En estos días se suceden las estadísticas, los balances, y los cofrades cometemos el error de juzgar nuestro privilegio de 'ser' del Jubileo por el número de espectadores en la aceras, por los costes de los traslados o un quítame allá el presupuesto de una banda. Los números son materia de los estadísticos, no de los creyentes. Números sobre los que existe un error de concepto si creíamos que iban a contarse por cifras disparadas de millares a la hora de sumar espectadores de la gran procesión. El ombliguismo cofrade también asoma desde hace tiempo y alguien parece haber pensado que el motivo central del Jubileo -que dura todo un año- éramos nosotros. O que debíamos salir en procesión desde la misma Basílica de San Pedro. O que una estructura efímera no está a nuestra altura. De eso a la soberbia solo va un paso.
Nuestras retinas han captado en Roma decenas de momentos que quedarán para la historia. Todos nuestros sentidos se han puesto en guardia ya sea presencialmente o a través de las televisiones presentes. En la Via di San Gregorio, cinco veces más ancha que la calle Castilla, El Cachorro se hizo aún más portentoso y sus 1,89 metros de altura parecían alcanzar las de los pinos romanos a los que Respighi dedicó su poema sinfónico sin imaginarse por un momento que el Hijo de Dios crucificado sufriría sus últimos estertores contemplando las copas de los árboles imperiales. Tanto o menos aún como el maestro Pedro Gámez Laserna pudo soñar con que sus marchas al Señor de la Expiración y a Su Madre del Patrocinio triunfarían sobre los sones marciales de los cornicines de las legiones de Vespasiano.
Lo que yo quería confesarles (disculpen que me haya extendido de manera difusa) tiene mucho que ver precisamente con el triunfo. Porque a pesar de lo que suscitan tantas imágenes para la historia ofrecidas por la gran procesión, yo me quedo con una: la de la cruz de guía de la Hermandad del Cachorro rompiendo la estética matemática de los arcos del Coliseo. La foto fija del signo del cristiano, la cruz, erguida y victoriosa, portada por un cofrade en el anonimato que le confiere la Roma infinita y gigante, anunciando la llegada de un cortejo de amor y redención de la humanidad, por el mismo lugar donde tropas imperiales dominaban al mundo con sus cuádrigas y sus dioses. La cruz de Cristo alzada al cielo contemplada por las milenarias piedras del coliseo donde tantos cristianos fueron sacrificados y masacrados ante el vano intento de expolio de su fe, inquebrantable, inmutable, frente a un poder que creyó ser eterno.
Solo por contemplar la cruz que vino a cambiar el mundo ya ha merecido la pena la gran procesión del Jubileo. La cruz que sigue siendo instrumento válido para hacer valer los pilares del cristianismo, el amor hacia los demás con sus obras y la fe, especialmente a nuestro alrededor. Donde parece que la soberbia habita, sin darnos cuenta de que la Iglesia nos ha dado la responsabilidad de llevar la cruz hasta las entrañas de donde nacía el odio. Y además con nuestras imágenes, la de Cristo en su máxima expresión como crucificado y la de Su Madre con la Esperanza de un mundo mejor. Las que permanecieron en el Vaticano durante los días previos, ante los ojos de miles de visitantes, en la capilla de la Presentación de la Virgen. ¡Qué nombre más bonito para acoger allí al Hijo de Dios y a Su Madre! Llegué a preguntarme si El Cachorro no fue expresamente tallado para formar parte de la obra magna artística que supone la Basílica de San Pedro. El Señor quedó magnificado en el imponente centro neurálgico de la cristiandad a la vez que se erigía en una creación barroca perfecta cuya bendita madera se codeaba con los mármoles esculpidos por las manos de Miguel Ángel o Bernini.
¡Qué privilegio nos ha dado nuestra Iglesia y qué orgullosos debemos de mostrarnos!
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