sábado, 11 de septiembre de 2010

Freiduría Sara

Hace apenas unos pocos meses que en mi barrio abrieron una freiduría de esas a las que acudes para comprar, por apenas siete euros, un cuarto de cazón en adobo, otro de chocos y un paquete de picos en las noches que no te apetece cocinar. El establecimiento no era un freidor a la antigua usanza de los de La Isla, ahora los dignifican culinariamente con la venta de pollos asados, churros y escaparates de dudosa decoración.

La familia que lo regentaba ha decidido cerrar el local hace ya unas semanas. El otro día vi cómo desmontaban las máquinas, sacaban las mesas y sillas, y de aquella efímera freiduría -con sus posibilidades de comprar bebidas, chocolate a la taza, con su buzoneo hace dos meses por toda la zona y su carta de precios- sólo quedan los vestigios de sus elementos decorativos en la puerta.

Me invade una extraña sensación de tristeza. No creo que esas espantosas letras en los cristales haya sido el motivo por el que todo un barrio cada vez más poblado haya decidido darle la espalda a la Freiduría Sara. Tiene que haber otra razón. Hacía semanas que caminaba para mi domicilio y pasaba por su puerta. Sentados, en el escalón, observaba al patriarca callado, una mujer con delantal y una chica dando vueltas, pero ni una mesa ocupada, ni nadie en la barra haciendo un pedido. Un mediodía entré para encargar un bocadillo de pinchitos con mayonesa -orgásmico manjar de nosotros los modestos- y una lata de cerveza. Me envolvieron en papel de aluminio una monumental media barra de pan cargada de trozos de cerdo aliñado, por lo que extraje como conclusión que nadie podía quejarse de lo que ofrecía el negocio, ya fuera por defecto o por calidad. No, deben de existir otros motivos para que, durante noches enteras, se barruntara que la Freiduría Sara iba indefectiblemente a cerrar sus puertas.

Así fue. Un día ya no volvieron a abrirse. Lo que son las cosas y el azar (o no) de la vida. Unas calles más allá, lo suficiente como para que coexistieran ambos negocios, existe una modestísima pollería en la que hay que guardar colas para comprar. Freiduría Sara ha durado apenas dos, tres meses. Es amargo ver estas cosas aun siendo ajeno a ellas. Imagino la ilusión con la que esa familia habría decidido montar su local, la inversión inicial, el rosario de impuestos para comenzar, las gestiones para abastecerse del género, los nervios de la primera vez que abrió sus puertas... ¿Quién sería el primer cliente y qué pidió?

Imagino el transcurrir del tiempo y el sangrar de la contabilidad, la hemorragia imparable que los obligó a decidir acabar con la vida de algo creado por ellos, sopena de que la economía familiar se fuera al traste. Formo en mi mente la imagen de ellos dibujando, sobre la cartulina verde y con un rotulador de tosca punta, el sandwich de pollo y su precio que se ve en la puerta de acceso, incluido el efecto humeante. "Súper rico" que estaba todo, asegura el cristal. Lo trazarían con cariño para alentar a la potencial clientela, como reclamo,... La cartulina dibujada se quedó ahí como testigo mudo del fracaso que duele solidariamente. ¿Dónde estará esa familia ahora, en qué noche decidieron cerrar, qué se dijeron al reunirse, qué sintieron cuando apagaron las máquinas de asar y a los escasos días cuando las vieron llevárselas? ¿Quién es Sara: la mujer del pollero, la hija, su anciana madre, un simple nombre que agrada...?

Tiene que haber otros motivos para que Freiduría Sara cerrara. Son cosas de la vida creo, caprichos del destino, como la película. Qué arriesgado es poner un negocio en marcha y qué poco ayudan todos a que todos salgamos adelante...

jueves, 9 de septiembre de 2010

Urbania

Inauguro hoy una sección exclusivamente fotográfica en el blog. Entre las parrafadas que os ofrezco, en frecuentes ocasiones intercalaré una imagen, que dicen vale más que mil palabras, algo que no siempre es así, y menos aún si las he captado yo con la Nikon.

Las imágenes, todas 'al natural' y sin pasar por photoshop -sólo para colocarle la marca empresarial-, os servirán al menos para desentumeceros de tanta verborrea escrita salida de mis dedos. La primera la he titulado Urbania, como el tema de The Alan Parsons Project en su disco Stereotomy. ¿Qué título le pondrías tú?

lunes, 6 de septiembre de 2010

Casi treinta años después




Creo que entre las dos fotos existen unos veinticinco años de diferencia. La de aquella década de los ochenta, en la que falta Juan Ramón ante la cámara porque obviamente alguien tenía que inmortalizar el momento, muestra a unos jóvenes que nos hemos reencontrado hace escasos días.

Teníamos apenas doce, trece, dieciséis años. La calle Jesús de la Misericordia era el hilo conductor de aquellas vivencias, y con ella la casa de abuela Nina, su cuarto alto y el de los padres de Kike Mengíbar, donde está tomada la foto que muestra un premeditado y maravilloso desorden: nuestros ZX Spectrum, magnetófonos mortificados por destornilladores, el bote de alcohol para los cabezales, cintas de cassette amontonadas con juegos, ensambladores y copiadores grabados, joysticks, televisores sustituidos en el salón del hogar por los modernos de la época -ay, quién intuía el plasma y los HD por aquella época- con los que nos quedábamos para conectar nuestros ordenadores, carteles galácticos en las paredes,...

Años antes habíamos tomado literalmente la casa de mi abuela, que vivía en el número 6, anexa a la de Kike, con K por licencia de quien ostenta el nombre. Allí dábamos rienda suelta a nuestros gustos de niños, influenciados por el carácter cofrade de nuestras familias, montábamos pasos de Semana Santa, procesionábamos con ellos por la calle, chorreábamos la cera por los antiguos aparadores del salón cuando sobre ellos montábamos efímeros altares y bailábamos sevillanas -lo intentábamos- en la habitación de la azotea de Jesús de la Misericordia 6 en la caseta de feria que montábamos en julio, donde un vaso de fanta costaba diez pesetas y una rodaja de pan Bimbo con foiegras no llegaba a cinco duros. Los gastos eran para hacer otras fiestas, pagar las flores de los pasos cuando llegara Semana Santa, encalar el propio cuarto o pintar los zócalos de las paredes de verde primavera, a juego con la añeja barandilla de madera que enlazaba con el inicio de los peldaños de un patio cuajado de geranios, flores de jarro y caliches caídos en invierno.

Si zapateábamos con firmeza en el suelo de aquella 'caseta' de niños camino de la adolescencia era cuestión de segundos que mi santa abuela apareciera por el cuadrilátero del patinillo, alzara la vista y nos reclamara para que dejáramos el jaleo porque en la cocina comenzaba a llover arenilla de entre las vigas. Además, teníamos unas vecinas que las veíamos como brujas de los cuentos con ancianas malvadas que en realidad eran las dueñas de la finca donde abuela Nina vivía alquilada desde hacía cincuenta años y el lema era cualquier cosa menos molestarlas. En realidad, la máxima de Catalina Moreno Romero era sufrir y sacrificar todo por no turbar a nadie, poner su casa a disposición de aquella pandilla de más de un docena de niños que los sábados nos reuníamos en su cuarto alto. Ella era feliz contemplando vida en su hogar y nosotros se la dábamos. Tardes enteras, noches incluso con su madrugada, la madre de Kike tenía que llamar a aquel timbre de palometa como un antiguo reloj al que darle cuerda para recoger a su hijo a la una, dos de la madrugada. La misma que poco tiempo después nos hacía cola-cao en su casa y colocaba con cariño unas galletas en un plato marrón acharolado y transparente para que merendáramos cuando sustituimos los juegos infantiles en casa de abuela Nina por los Spectrum. La otra noche, conversando con Kike, no pude seguir el relato de aquellos platos de galletas porque me empezó a doler la tráquea como cuando una obra maestra cinematográfica nos envuelve en lágrimas calladas. "Mis padres han hecho reformas en la casa, pero desde una parte de arriba creo que aún se ve la escalera que partía de la azotea de tu abuela...", me apostillaba. Uf. Cuánto dolor por el pasado, cuánta añoranza, cuánto cariño por aquellos años...

Serían las cinco de la madrugada, tras una opípara cena y muchas copas rememorando momentos ("cerrando bares" que dice Juan Ramón) cuando la otra noche quise sorprender a mis dos amigos con la guinda al pastel de los recuerdos, al primer pastel de la larga lista de los que nos hemos propuesto saborear desde ahora, una vez que se ha producido el reencuentro tras años ocupados en organizar nuestras vidas, ganarnos el sustento, soportar los envites del día a día. Nos marchamos a un edificio de la calle Méndez Núñez donde durante años vivieron mi tía Adelaida y mi prima. Allí, en la pared, aún se conservan nuestras frases escritas con lápiz, nuestras firmas, dibujos, la hora y el día: 27 de junio de 1983. Teníamos 14 años. Cuánta gente compartirá seguramente ahora momentos y circunstancias de nuestras vidas que no habían ni siquiera nacido en esa fecha... Los casi treinta años que han transcurrido no han logrado borrar las inocentes firmas y saludos escritos en ese muro. Fue un momento muy emotivo porque ni Kike ni Juan Ramón recordaban aquello. Precisamente este último, que es un maestro en el arte de hacer fotografías, quedó tan impactado que regresó al día siguiente con su equipo para recoger con su Canon la pared garabateada y enviarnos la fotografía.

No me agrada la gente aduladora con los amigos. La vida te abre los ojos cuando de valorar el concepto amistad se trata, pero de eso te percatas con la edad, no cuando aún queda mucho camino por recorrer. Pero ahora lo hago de corazón, de verdad. En este momento toca porque el reencuentro con estas dos personas no ha sido tal, ya que durante estas décadas -nada menos- siempre estuvieron presentes en mi vida. No ha habido ocasión que escuchara una canción de Alan Parsons, Pink Floyd o la ELO y no me haya acordado de ellos. Y los escucho mucho. Conservo con cariño papeles, documentos de aquellos años desperdigados en casa de mi abuela -hemos quedado para volver a verlos-, un compendio de sentimientos y objetos que no deben usarse para dar golpes de pecho, sino para custodiarlos y que vuelvan a ver la luz en el momento adecuado: el reencuentro de un encuentro que nunca dejó de ser eterno.

sábado, 4 de septiembre de 2010

'El hijo de Satán'. La verguenza de la justicia y de la televisión

El sujeto que aparece en la fotografía ha salido de la cárcel recientemente. En este enlace podemos recordar algo de lo que sucedió en su día...

http://www.lavozdigital.es/cadiz/20091017/ciudadanos/arrancaron-pelo-amenazaron-enterrarme-20091017.html

Aparte de las mamarrachadas y barbaridades cometidas, su concesionario de coches fue un lugar al que muchos acudieron para comprar su vehículo, entregaron el dinero y jamás lo recibieron. Tengo un amigo que aún espera el juicio. Aquí podemos leer también al respecto...

http://www.lavozdigital.es/jerez/20071223/jerez/empresario-fernando-prision-estafar-20071223.html

Esta noche zapeo ante el televisor y me veo al individuo en el programa 'Sálvame de luxe' como una estrella, asegurando que muchos famosos acuden a él para librarse del mal de ojo. Lo hace porque es 'El hijo de Satán', pero asevera que es un pan bendito. O maldito, ya no sé cómo calificarlo. Hace varios días, en una entrevista, aseguraba que él no se ha autodenominado jamás como el vástago del mismísimo diablo. Pero en el rótulo que aparece en Telecinco debajo de su rostro se le califica así. Imagino que él lo sabe, porque además lo están catalogando de esa manera toda la noche...

http://www.lavozdigital.es/cadiz/v/20100827/ciudadanos/viese-jesucristo-hubiera-prision-20100827.html

Al amigo que mencioné del coche al fin y al cabo le ha costado dinero, poco más. A otras personas -una de ellas la conozco- le ha destrozado la vida. Y cuando la miré a los ojos por aquel entonces era perfectamente comprobable.

Me parece repugnante e indignante que este individuo esté cobrando en televisión y se le permita impunemente decir las chorradas que está bramando ahora mismo en un plató. La telebasura no está mal que entretenga con frikis, pero no con timadores que han destrozado hogares. ¿La justicia no actúa de oficio ante estos casos? ¿Alguien condenado, demostrada su bajeza, puede pasearse por los estudios de televisión como si tal cosa? ¿Qué habrán pensado las familias engañadas y con miembros que fueron encerrados en una chalet en Chiclana para hacerles rituales demoníacos a las que se les robaba su dinero? ¿Traerá consecuencias esta aparición en Telecinco?

Ahora mismo, el sinverguenza este acaba de decir "no voy a admitir ninguna llamada" en cuanto el presentador ha mencionado la palabra "teléfono". La que tiene que llamar es la fiscalía. Y la policía. Qué lamentable ejemplo de indefensión ante los afectados y qué sensación de imbéciles se nos queda a los que tratamos de ser honestos en la vida...