El Rey no dijo nada. Quiero decir, dijo muchas cosas. Pero no dijo nada. La Constitución, a la que recurren constantemente quienes nos han llevado al abismo con su obcecada postura monolítica evitando una definitiva configuración política territorial de España, le confiere al monarca un papel arbitral que ha rehusado practicarlo. Así se ha comprobado en su comparecencia televisiva.
Manuel Jiménez de Parga realizó un preciso análisis en Diario 16 hace ahora 36 años, apenas tres meses después del intento del golpe de estado, en el que exponía las funciones arbitrales y moderadoras "que alcanzan el suplir vacíos legales en situaciones de emergencia como el 23-F". El que fuera presidente del Tribunal Constitucional afirmaba, en su artículo 'El arbitraje constitucional del Rey' (1), que "reinar es, justamente, arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones". Entiéndase que entre éstas no sólo cabe la del Estado, sino también las de los poderes autonómicos. El gobierno catalán es en derecho igual de legítimo que el español y, dado que, Jiménez de Parga habla de "la difícil y trascendental obligación del Rey al ser concebido constitucionalmente como árbitro (...) entre las ventajas de la Monarquía sobre la República, la posibilidad de contar en la primera con un poder arbitral y moderador", cabe preguntarse en qué medida Felipe VI ha optado por cumplir con el artículo 56 de la Constitución (2) o ha sido el tapado de un presidente del gobierno culpable de este desaguisado.
El Rey no dijo nada porque no resulta difícil imaginar que lo más probable es que no haya mantenido encuentro alguno con Puigdemont. Así, sin complejos, sin conciencia de clase ni feudo. Felipe VI también iría tarde, pero el abismo al que estamos abocados bien merece una contundente decisión en cualquier minuto del cronómetro cuya cuenta atrás conduce inexorablemente a la fragmentación del Estado. Sería la contundencia del acuerdo tras la palabra, no de la violencia que produce la irracionalidad del odio y el extremismo, la cuaderna maestra para comenzar a construir la España del futuro en la que cabemos todos, incluido el monarca silente.
Estamos en una encrucijada en la que sería un error considerar que el Rey no tiene que escuchar a Puigdemont, entre otras cosas porque, filias y fobias aparte, es el presidente de una de las comunidades autónomas españolas y le asiste el derecho a ser oído en la misma medida que al Rey le obliga la Carta Magna a escucharlo. Pero no lo ha hecho. Por eso el Rey no dijo nada. Dijo muchas cosas, pero no dijo nada.
La incomunicación conduce a las personas a proyectar sus propias mentiras, mantenerlas y hacerlas crecer según convengan. Cuando se produce en los representantes del pueblo, con ella están llevando al abismo a los millones de ciudadanos que han confiado en la presupuesta capacidad de sus líderes para solventar situaciones que sólo parece que vamos a calibrar de verdad cuando el ejército pise suelo catalán y los medios nos ofrezcan unas imágenes que ya no tengan remedio ni justificación alguna. Ante la manifiesta incapacidad comunicativa del Gobierno español, son necesarias acciones urgentes. Digo urgentes como digo de días, de horas, o ya no habrá solución. Correspondía al presidente Rajoy comunicar y dialogar. En primer lugar, con el gobierno catalán, para evitar el esperpento de un referéndum que es inadmisible para los propios catalanes, y adoptar cuantas decisiones fueran posibles para solventar de una vez por todas el problema de la territorialidad definitoria española, el que ha provocado aluminosis en los cimientos del estado y nos ha acompañado desde siempre, el que engendró a ETA en los pueblos intrínsecos de Euskadi donde ahora pensarán que aquella lucha era de raza y la de los catalanes es de burgueses derechistas. ¿Y ahora, qué?
En segundo lugar había que agotar la vía con la oposición, con los socialistas, con Rivera, alcanzar un acuerdo de altura de miras. Como aquellas que tuvieron dirigentes tan opuestos pero conscientes de la trascendencia del momento en la transición. Pero Rajoy no es Adolfo Suárez ni por asomo. Ordenar dar palos es producto de la ceguera política y la imposibilidad de gobernar este país que se rompe y no puede esperar ni un minuto más a un gran pacto de estado en el que prime el interés nacional y el objetivo por la vía de urgencia sea conformar la mayoría suficiente en el Parlamento para destituir por los cauces democráticos contemplados en la ley a través de una moción de censura, a un gobierno incapaz al que le ha superado la situación y al que le dio pavor en su momento afrontar su prioritaria obligación de configurar un nuevo modelo de estado en el que cabemos todos. Incluido un Rey que, en una oportunidad histórica perdida, prefirió también ser monolítico y no decir nada.
(1)
https://linz.march.es/Documento.asp?Reg=r-4691
(2)
http://www.congreso.es/consti/constitucion/indice/titulos/articulos.jsp?ini=56&fin=65&tipo=2