domingo, 26 de marzo de 2017

Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto



No me entusiasmó 'La La Land' como ya escribí en su momento. Su éxito era previsible aun entre los que no muestran especial predilección por los musicales. En una etapa negra en el cine y en lo social, en una era de depresión desorientativa, la película de Damien Chazelle se convierte en el mejor ejemplo de un New Deal de la industria cinematográfica americana por hacernos felices a corto plazo con canciones pegadizas y rewinds al gusto del consumidor. Metadona en celuloide para calmarnos durante un tiempo impredecible. Lo que queda para la posteridad es un fenómeno más aceptado por su mediatización que por la calidad inmortal que deben tener las grandes obras.
Dicho esto, me resulta incomprensible que, ante el musical mentiroso del año, aparezca como vencedor un auténtico truño con ciertas excelencias en una dirección documentalística para hacernos llegar una historia como si fuera la de tu mismo vecino. Pero cuesta trabajo pensar que, cuando solo 23 años antes estábamos discutiendo si la mejor película del año era 'La Lista de Schindler', 'En el nombre de padre' o esa joya maltratada de 'Lo que queda del día', el cine haya caído enteros de tal manera hasta bajar a los infiernos así.
Si 'Moonlight' fuera española, la hubiera rodado Almodóvar, el protagonista hubiera sido gitano y en lugar de los bajos fondos de Miami el entorno de la ¿acción? fuera las tres mil viviendas de Sevilla por poner un ejemplo, el mundo entero, y especialmente en España, hubiera crucificado la película. Tiene que haber un misterioso motivo por el que este peñazo se ha llevado el Oscar a mejor película del año, aparte de la reivindicación social a ciegas que del temita quiere ahora mostrar el culturetismo norteamericano.
Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto es el perfecto epitafio para dos contrincantes diluidas en el océano de casi cien años de premios en sus peores momentos.

Pinchar aquí para leer la crítica de 'La La Land'
 

jueves, 23 de marzo de 2017

De generalidades y prejuzgamientos


"Me acuerdo ahora de algo que presencié en el Hotel de la Ville, en Roma: al salir de mi habitación, en el pasillo, me encontré al director del hotel, a la camarera de pisos, a un par de huéspedes y a un botones estudiando un rastro de mierda que salía o entraba en el ascensor. 
Allí estaban, seriecísimos, intrigados por el indecente fenómeno e intentando identificar al autor de aquella indecencia: «Quien sea, ha empezado a cagar dentro del ascensor, porque la primera descarga está ahí, y después ha salido corriendo en busca de un aseo o de una habitación», deducía la camarera. El director, más fino, era de otra opinión: «También puede ser que el excremento se le haya ido escapando por el pasillo, y ya cobijado en la intimidad del ascensor se le han aflojado los esfínteres». 
La discusión siguió hasta que a uno de los huéspedes se le encendió una bombilla encima de la cabeza: «De lo que no hay duda es de que se trata de una mujer: un hombre se lo habría hecho en los pantalones». Y allí fue donde el botones generalizó: «Una mujer. Y alemana. Las alemanas ninguna lleva braga». 

(Rafael Azcona entrevistado por Esteve Riambau. 9º aniversario de su muerte, el 24 de marzo de 2008)

lunes, 20 de marzo de 2017

Jesús de la Misericordia en vía crucis



A mí es que me gusta así cuando sale en su vía crucis, para qué voy a engañar a nadie.
Tan humilde a la vez que poderoso en su naturaleza. Recuerdo desde mi niñez contemplarlo sobre una escueta parihuela con su túnica más sencilla, sin potencias, flanqueado por cuatro faroles y apenas unas flores agrupadas delante de sus pies. Eran los vía crucis por la Pastora donde apenas había bombillas que colgaban de los hierros forjados del inicio y final de cada calle, donde el empedrado aun conformaba las calzadas de las calles del barrio pespunteadas con losas de tarifa. Y aparecía aquel cristo de rostro fino -siempre lo fue- con un perfil que enamoraba y su cuerpo erguido. Era protagonista de una estampa casi única en la Cuaresma isleña. Porque los vía crucis no proliferaban. Ni los conciertos. Ni los carteles. Ni las solapas con homenajes. Ni los pregones.
Cuando transcurrieron los años y Jesús de la Misericordia fue restaurado, la sombra reflejada en las paredes de las calles de su barrio había cambiado. Seguía siendo Él, no cabía duda. Con otro cuerpo que Alfonso Berraquero esculpió en su taller de la calle Bonifaz: un varón académico, la perfección del escorzo, gemelos poderosos, muslos fibrosos y brillantes, paño de pureza labrado, la espalda oculta mortificada por las señales de la pasión... Había cambiado su perfil, si acaso había tomado la cruz de otra manera tras su tercera restauración, tras la tercera caída. Pero su rostro estaba allí, el mismo que, hace casi trescientos años, cinceló Dios padre en la madera sirviéndose de un italiano que hizo realidad la mirada sufriente más dulce de la Semana Santa isleña, la boca entreabierta más sencilla, la vista humillada a la vez que más regia que ser humano pueda dedicar. Jesús de las nuevas manos que creara Alfonso, las que mejor agarran el madero de toda la imaginería cristífera, las que nos duele por la sangre que recorren las venas esforzadas. Las que coloca Jesús Noriega sobre el leño, ya en el paso, como si fuera sobre él mismo, mientras las gargantas se hacen nudos.
Los vía crucis, los de verdad, los devotos y no solemnes por incongruente ostentosidad, son una viva y callada manifestación de fe. Los bordados y la profusión de flores quedan relegados a la austeridad que muestra al Cristo más humano y cercano en el rezo de la oración más convencida. Así debe ser para entender el mensaje más sincero y verdadero. Que ya vendrán luego nuestras ansias por ponerle los mejores bordados, la banda más exquisita y las flores más fragantes.
Yo sigo cumpliendo el contrato que creo que mi fe firmó con El Señor de la Misericordia en mi niñez sin ni siquiera darme cuenta de ello. En él estaba escrito que debía ir siempre a Su lado, el último de esa fila derecha que le precede en Su vuelta humilde por el barrio o en Su reinado de la tarde noche del Jueves Santo. Yo con túnica o sin ella. Y con mi presencia, hago valer el compromiso indeleble forjado desde que vi la luz del mundo por vez primera, la que me regalaron para toda la vida Sus ojos de piedad.

Jesús de la Misericordia. 1985. Foto: Agustín Hormigo
Jesús de la Misericordia. 2009. Foto: JCFM

miércoles, 15 de marzo de 2017

45 años de El Padrino


El 15 de marzo de 1972 se estrenaba en Estados Unidos 'El Padrino'. Con ella se iniciaba una trilogía de la que seleccionas secuencias que te acompañan en cada etapa de tu vida hasta completarla. 

Cuando la ves siendo niño, te impresiona el asesinato de Sonny en la aduana. Aun faltaban muchos años para Tarantino. Si vuelves a visionarla en tus primeros escarceos juveniles, prestas atención a la relación amorosa de Vincent Mancini y Mary Corleone (muy a pesar de Sofía Coppola). 

En la profundización por el montaje cinematográfico, en edades 'académicas' y convertido en una esponja de cursillos de cine, repetías una y otra vez hasta desgastar la cinta de vídeo los primeros veinte minutos. Creías en América y en la venganza. Los entremezclabas con la hitchcockiana secuencia del restaurante Louis de El Bronx y su maravillosa teatralidad final tras irse al infierno McCluskey de un tiro con el que Michael le descerraja las sienes. 

Cuando empezaron las puñaladas traperas de verdad en tu vida rememorabas aquella quijotesca frase de "si un hombre honesto tiene enemigos, son enemigos míos". Ya en la madurez estableces un paralelismo entre las incesantes ocupaciones de tu vida con Al Pacino y aquella puerta que se cierra ante los ojos de Diane Keaton. 

Supongo que, en la vejez, surgirá en nuestra mente aquella frase de Michael Corleone y la imagen de la hojarasca llevada por el viento que daba inicio a la tercera parte: "Querido hijos: han pasado unos cuantos años desde que me trasladé a Nueva York...". Pues hoy han pasado 45 años. Y Nino Rota, siempre, como hilo argumental musical, inmortal. Como el buen cine.

sábado, 25 de febrero de 2017

El COAC, mi Carnaval

Hay dos noches al año fijas en las que no veo la cama: la 'Madrugá' del Viernes Santo y la de la Final del Concurso de Agrupaciones Carnavalescas del Gran Teatro Falla. La primera desde que hace ya años marcho a Sevilla, la segunda desde que conocí los entresijos del Carnaval a finales de los noventa.
Debería ser más exacto, porque al referirme al Carnaval quiero decir el COAC. Cuando me enviaron a trabajar en el periódico Cádiz Información, en 1998, comenzó a gestarse lo que sería 'El Gallinero', el suplemento del citado medio, dedicado al Carnaval. Había una plantilla extraordinaria en este rotativo, cuya empresa editora contaba con el privilegio de tener además en sus filas a autores de agrupaciones o que habían salido en algunas de renombre. José Manuel Sánchez Reyes dirijía el suplemento, Pedro Manuel Espinosa, que ahora coordina el Diario del Carnaval del Diario de Cádiz, había sido componente de la comparsa de Antonio Martínez Ares. Juanma Romero era autor, y José Luis Porquicho no había quien lo hartara de coplas. Justo Mata cubría las infantiles, los actos de las peñas y barrios. Colaboraban en 'El Gallinero' autores con artículos de lujo, la redaccion fotográfica era brillante con Cata Zambrano, Marcos Piñero...
Jamás había tenido relación alguna con el Carnaval y de hecho no era un gran aficionado. Por aquellos años lo viví en mi familia gracias al coro de Paco Melero, pero no fue hasta mi desembarco en el Falla cuando me enamoré de la fiesta.
Dado que teníamos que cerrar la edición del periódico con lo último que sucediera en el COAC, nos trasladábamos cada noche hasta el foso del Teatro, donde José Luis Porquicho hacía las crónicas y yo supervisaba textos y terminaba la portada como jefe de redacción. Un mes allí, cada noche, frente a cada agrupación dando lo mejor de sí, me asombró de tal manera que aquello que en principio era un trabajo agotador -lo siguió siendo, obviamente- y sin descanso excepto las noches sin sesiones entre cada fase clasificatoria, se convirtió para mí en una droga de música y letras aderezada por tantas cosas que sucedieron en el Falla en aquellos años: la ruptura de Martínez Ares y su comparsa, la irrupción de Juan Carlos Aragón en este género, el gradual ascenso del joven Vera Luque, el 'Bati' con sus cuartetos, la sensibilidad de Bustelo, Valdivia empezando a mandar, los que incluso querían pegarle a Porquicho por algunos de sus comentarios, nuestras escapadas al gallinero para ver la reacción ante las agrupaciones malas y recoger las frases ingeniosas, los bocadillos en el ambigú, cuando Enrique Alcina escribía las críticas para el Diario de Cádiz sentado al lado nuestro y lo pasábamos de miedo con sus ocurrencias...
Todo un universo apasionante. Llegué a comprender el Carnaval y a embriagarme de ese mundo durante siete años. E insisto, no soy certero en mis palabras, porque en realidad soy amante del Carnaval de concurso. No me gusta la calle. Esta mañana terminó la final de este año y para mí ya ha acabado el Carnaval. Sé que no es así, que la verdadera fiesta se inicia ahora. Pero no tengo la culpa de que me atraiga la magia de ese maravilloso teatro gaditano con las letras de las agrupaciones, sus entrañas, tanta gente trabajando para hacerlo realidad, lo que no se puede contar que te cotillean determinados autores...
Han pasado muchos años y cosas. Después vino mi etapa en el Cádiz CF, mi empresa editora, mi actual labor en el Ayuntamiento de San Fernando... Pero siempre guardo con mucho cariño aquellos años de concurso. La vida da muchas vueltas, tantas que quién iba a decirnos a Porquicho y a mí que él iba a ser jefe de prensa del Ayuntamiento gaditano y yo desempeñar mi labor de asesor en el de La Isla. Aunque mantenemos el contacto, nuestro trabajo nos impide vernos con la frecuencia que desearíamos. El otro día coincidimos en el Falla cuando asistimos a una actuación de una agrupación de San Fernando, me dio mucha alegría. Y la pasión por el Carnaval me temo que jamás se me irá, especialmente cuando comparto mi vida con una mujer que desde la cuna es una aficionada recalcitrante. 
Estas últimas doce horas las hemos pasado frente al televisor, y como dicen que cada gaditano lleva dentro un jurado del Falla, además de un entrenador de fútbol o un capillita, yo no voy a ser menos y hemos disfrutado mucho puntuando a nuestro modo y manera. 
La primera foto corresponde a la final del COAC del año 2002 con mi buen amigo Mauricio García, corresponsal de Europa Press en Cádiz, con el que de Carnaval y Semana Santa me he llevado años cotilleando. Era compañero de redacción en Cádiz Información. La segunda foto es de 2005, la de un grupo de periodistas en el que, curiosamente, está mi compañera actual en Prensa en el Ayuntamiento de San Fernando, Menchu Barba, imitando por lo menos al jorobado de Notre Dame. Grandes juergas y charlas que nos corrimos en Cádiz durante aquellos años. La tercera imagen, parte de mis votos de esta noche. Por cierto, no he dado ni una. :-)


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